Salir en bici

Una bicicleta es un divertimento, un medio de transporte, el instrumento para el deporte más hermoso del mundo o una máquina de tortura. Depende del tiempo que uno pase encima. Esta es la preparación para un primer evento de ultraciclismo: la Pedalma entre Madrid y Barcelona.

El viernes 2 de junio a las 18:00 sale de Madrid la tercera edición de la Madrid-Barcelona by Pedalma, una prueba ciclista no competitiva (guiño) que atraviesa el cuadrante norte de la Península Ibérica para unir, a través de 700 kilómetros y más de 7.000 metros de desnivel, las dos ciudades más distantes entre sí del mundo. Madrid es a Barcelona lo que noche a día, sol a luna o Tom a Jerry: dos ciudades antónimas que no pueden vivir sin medirse y competir al tiempo que procuran darse la espalda. Los cien participantes en La Pedalma tenemos 50 horas para cruzar el Ebro y unir lo que algunos siglos de construcción nacional y la antigua Nacional II separan.

El recorrido es espectacular: la estepa castellana atravesada con rapidez, casi de despedida desde la salida, por el escenario de las mejores brevets invernales de Madrid: el Henares, la frontera con la Alcarria y los campos de Brihuega por lo que fue la Marca Media y la Cora de Santaveria bajo el Califato de Córdoba. Así hasta llegar por Saelices a las Hoces del Río Mesa y pestosear, ya entrada la noche, por el Monasterio de Piedra y los pueblos termales que abren Aragón. Después Daroca, Caspe, Belchite y el pánico a la llanura y el cierzo hasta cruzar el Ebro por el puente de Mequinenza y afrontar, con la paliza en las piernas, la subida a Santa Coloma de Queralt. Desde ahí, tirarse hasta Barcelona por la vega del Llobregat.

Dará lo mismo. O casi. De salida nadie va a levantar la cabeza del manillar, del navegador y la rueda de delante. Después, como sabe cualquiera que ha rodado horas interminables encima de una bici, se van atravesando horizontes: “hasta ahí” y luego, al acabar la recta, hasta el final de la siguiente. Hasta Barcelona.

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Hoy, en mitad de la vida…

Tú eres un tío normal. Con una vida normalizada: tus hijos, tu pareja, tu casa, tu perra, tu curro, tus amigos, tu familia, tus problemas y tus alegrías. Lo de cualquiera. Más o menos.

Y un día decides que vas a hacer todo lo que pone ahí arriba: 700 kilómetros en 50 horas. Lo vas a entrenar, vas a ponerle acoples a tu bici y vas a convertirla en una herramienta de tortura… ¿Exactamente, para qué?

Habrá quien haga énfasis en la belleza del recorrido. Que sí. Pero no, porque te lo puedes hacer en otro momento, con más tiempo y disfrutando de noches en cama y comidas decentes sin ir contrarreloj. Habrá quien te cuente otras cosas, porque cada uno construye justificaciones propias para tomar sus decisiones y hacer las chorradas que le apetece hacer.

Acabo de cumplir treinta y siete años. Como soy un agonías, ya estoy en la crisis de los cuarenta. Nadie pregunta ya qué vas a ser de mayor, ya no hay un universo amplio de futuros posibles y, desde luego, no hay ningún atisbo de raciocinio en fantasear con cambiar de vida, irse a otro sitio a vivir o buscar experiencias profesionales en, qué sé yo, Italia. Eres un adulto, más o menos funcional que, sin saber bien cómo, has llegado a un momento de tu vida en el que el futuro se parece mucho, en sus aspectos fundamentales, al presente. Por mucho que te guste tu presente, establece una diferencia abismal con cualquier fase anterior de tu vida: lo que antes era transitorio, ahora es bastante definitivo. Todas las decisiones pesan más, son más determinantes y dejan menos espacio a la improvisación. Nada del otro mundo, pero un cambio grande respecto a etapas de la vida más livianas, más frívolas y en las que lo determinante era el futuro: todo se hacía pensando en lo que vendría después y todo tenía arreglo. Ya no. La edad adulta es puro presente. Supongo que hacerte viejo es empezar a vivir en el pasado.

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Así que una vida plena, estable y feliz no te basta. Los que nacimos en los años ochenta somos aún una generación educada en una masculinidad tóxica y frágil. Incluso socializados en ambientes progresistas, inclusivos y modernos, aprendimos que nuestro modelo de conducta implicaba superar retos, buscar desafíos, competir y salir victoriosos. Y un cierto sentido de la aventura. Todo eso hay que integrarlo en la rutina de mochilas del cole y seguir siendo psicológicamente funcional. Así que a mí me ha dado por la bici y por afrontar retos de ultradistancia. Pedalma es el mayor hasta el momento. Mi chica se teme que, a poco bien que me salga, no será el último ni el peor. No le falta razón.

El camino

Desde que te planteas un reto de ultradistancia hasta los nervios de la noche antes hay meses de entrenamiento y preparación. Pongamos que hay tres factores clave en el camino: el entrenamiento, el material y la adaptación.

Hay gente que cuelga vídeos en redes sociales con alto impacto contando sus experiencias en este tipo de prueba que, directamente, asustan: exprofesionales, atletas, cracks que dedican meses a tiempo completo a rutinas de entrenamiento, complementos alimenticios, gimnasio y bicis de 15.000 euros. Si buscan eso, pasen por otra ventanilla.

Voy con una Cannondale Supersix EVO de 2012. A la espera de que alguien diseñe una bicicleta de carbono más bonita que esa, no pienso cambiarla. La he tuneado con un montón de mejoras. Todas compradas de segunda mano (salvo los consumibles: piñonera, cinta de manillar y demás). La bici está montada con menos de 1.800 euros. Y va francamente bien.

Tampoco he podido hacer entrenamientos específicos de mucha calidad. Dedico a la bici siete u ocho horas semanales repartidas entre una salida más larga el fin de semana y salidas de lo que se puede (una, dos horas) entre semana. Tratando de ser constante, alternar las salidas de fondo con salidas cortas más intensas. Sin rodillo. Sin gimnasio ni entrenamiento de fuerza. Sin comer nada que no sea comida. Cuidando la dieta, eso sí: equilibrada, con pocas grasas y bastante proteína. Y ya está.

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Seis salidas por encima de 200 kilómetros este año: la primera un Madrid-Toledo-Madrid con muy poco desnivel en enero. La última, una paliza de 4.000 metros de desnivel y 230 kilómetros con dos animales sacándome los ojos por la sierra de Guadarrama. Planifiqué una brevet 300, pero ingresaron a un familiar en el hospital el día antes. Y no se pudo.

La vida va antes que la bici, hay que tratar de balancear la constancia para entrenar con un esfuerzo por no obsesionarse ni desatender lo importante. No pasa nada por perderte uno, dos o tres entrenamientos. No pasa nada por tomarse unas cervezas. No pasa nada por aflojar un día que no puedes. La clave es que te apetezca mucho coger la bici, que canalizar a través de ella tus ganas de aventura, tu competitividad y tu esfuerzo sea algo que te produzca placer y no otra obligación más en una vida que ya va hasta arriba de ellas. Y llegar con ganas.

Basilio

Y luego está lo de Basilio. Que no se llama así, porque no sé cómo se llama. No se lo he preguntado nunca, pero me encaja que se llame Basilio. Le he visto cinco o seis veces en mi vida y hemos establecido una simbiosis, una relación de mutualismo: yo pedaleo, él habla.

Basilio es un jubilado que sale en bicicleta todas las mañanas desde Madrid. Algunos días sube la Marañosa y cruza hacia la Vega. La mayoría se queda por Perales del Río rodando y para a echar el café. O eso me contó la primera vez.

Yo iba para casa por la variante de Perales, le pasé, saludé y me pegó un grito. “Chaval” me llamó. Sienta bien eso a mi edad. Que si me molestaba llevarle a rueda. Le llevé hasta el carril bici y, al paso por el Parque Forestal de Entrevías, aflojé y nos pusimos en paralelo. Y charlamos.

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Resulta que la mujer de Basilio está mala, así que si se entretiene o le pilla viento de cara a la vuelta (siempre da de cara en esa zona), tiene que apretar o cogerle rueda a alguien que le lleve rápido a hacer la comida. Después de comer les llevan a los nietos muchas tardes. Son “unos cabrones” al parecer, pero Basilio les enseña las bicis, los maillots, los bidones y las gorras. Al mayor le empiezan a gustar. Ya tiene una. Se la compró el abuelo. El abuelo Basilio, claro. Cuando se llevan a los nietos cena con su mujer y se acuesta pronto para madrugar al día siguiente y volver a coger la bicicleta. Dice que cada vez le cuesta más subir la Marañas, pero que cada día coge la bicicleta con más ganas. Setenta y dos primaveras tiene, ha corrido todas las carreras del pavo de Castilla y sigue desgastando la equipación de su club montado en una Orbea de aluminio montada en “Campañolo”.

No me importaría nada hacerme viejo así, como Basilio.

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