En esta nueva entrega de la serie de Relatos Sonoros nos adentramos en una de las secciones habituales de la revista VOLATA, el espacio 'Chuparruedas' en la que el periodista y escritor vasco Ander Izagirre recuerda momentos y personajes desconocidos de la historia del ciclismo. En este nuevo capítulo recuperamos íntegramente el artículo titulado 'Hazañas y frustraciones de un loco hambriento' y publicado en el número 34 de la revista dedicado en exclusiva al Tour de Francia.
Hazañas y frustraciones de un loco hambriento
El primer ciclista vasco que compitió en el Tour era cojo. Mejor dicho: era el Cojo. En los inicios de este deporte, los periodistas bautizaban a los corredores con apelativos de estilo homérico: Garin era el Pequeño Deshollinador; Muller, el Poeta; Gerbi, el Diablo Rojo; Pavesi, el Abogado (porque hablaba muchísimo); y Fischer, el Escalador (porque al terminar las 72 horas de París, escaló a un árbol y se durmió en las ramas). Al vizcaíno Vicente Blanco le adjudicaron el apodo porque, en lugar de pies, tenía dos muñones.
En 1904, cuando tenía 20 años y trabajaba en la siderurgia La Basconia, una barra de acero incandescente le atravesó el pie izquierdo. Volvió al trabajo en los astilleros Euskalduna y los engranajes de una máquina le trituraron el pie derecho. A pesar de todo, encontró en la chatarra una bici sin neumáticos, le puso las sogas de su chalupa y empezó a pedalear. Se lució en las carreras más prestigiosas, en la Irún-Pamplona-Irún, la Volta a Catalunya, incluso ganó los campeonatos de España de 1908 y 1909 con la camiseta de lana de la Federación Atlética Vizcaína.
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Los directivos del Club Ciclista de San Sebastián asistieron a la etapa del Tour de 1909 en Baiona y cenaron con los organizadores, quienes los animaron a que inscribieran a algún corredor vasco. El diario barcelonés El Mundo Deportivo anunció un premio: “Una medalla de oro para el primer español que figure en la clasificación final del Tour, y una de bronce para el que complete, por lo menos, la mitad del recorrido”.
Así que en 1910 el Cojo pedaleó desde Bilbao hasta París. “¿Por qué no?”, explicó. “Siempre iba en bici, lo mismo a Barcelona que a Valencia. Y a París mucho mejor, porque las carreteras francesas estaban más cuidadas”. Llegó en vísperas del Tour, extenuado, hambriento. Le dieron una bicicleta nueva y el dorsal 155. Cenó lo que pudo, durmió mal, se levantó débil y en la salida vio de cerca a los campeones: Lapize, Faber, Crupelandt... No volvió a verlos. Aunque Blanco no figura en la clasificación, él aseguró que había llegado a la meta de Roubaix. Fuera de control, eso sí. Achacó el fracaso a las averías, a las caídas y a una circunstancia clave: “No pude hacer nada contra aquellas fieras bien alimentadas”.
El hambre era una obsesión para estos ciclistas pioneros. Victorino Otero, un cántabro que participó en 1924, lo recordaba así: “Ni por cien mil pesetas vuelvo al Tour. Los isolés no teníamos avituallamiento y parábamos en las tiendas a comprar comida. A veces, poco antes de los controles, los ases tiraban pollos enteros, porque les iban a dar otros frescos, y nosotros nos lanzábamos a buscarlos por las cunetas”.
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Así que cuando el Cojo regresó derrengado y famélico del Tour, los directivos de la Federación Atlética Vizcaína sabían cómo homenajearlo: con un banquete. El cronista Julián del Valle escribió que abrieron boca con una paella a la vizcaína -Vicente se sirvió “dos platazos con abundantes tropezones”-, siguieron con merluza en salsa verde -“se zampó cuatro tajadas y rebañó la salsa”-, bermejuelas con picante y un chuletón de buey de medio kilo con pimientos. El ciclista royó el hueso del chuletón hasta dejarlo mondo y preguntó si podía comerse otro. Los comensales se rieron: “¡Cuidado, Bixente, que te va a hacer daño!”.
Pero El Cojo atacó la segunda chuleta y no levantó la vista del plato. A los postres, cuando sacaron la fruta, la rechazó: “La fruta, pa los monos”. Satisfecho, se puso a liar un pitillo antes del café. De pronto los camareros aparecieron con unas bandejas de loza rebosantes y a Vicente se le cayó el pitillo. Se palpó el estómago hinchado y gimió: “No hay derecho a esto, hombre... ¡Haber avisao que teníamos arroz con leche!”.
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