Hampsten versus LeMond

El primer equipo profesional americano, el 7-Eleven, nunca tuvo en sus filas al ciclista más destacado del país en los años ochenta: Greg LeMond.

Fue en los campeonatos del mundo junior de Argentina en 1979 cuando un adolescente que respondía al nombre de Greg LeMond irrumpió de forma premonitoria en el panorama del ciclismo de la época. El de Lakewood ganó tres medallas en su bautizo de fuego: oro en la carrera en ruta, plata en la contrarreloj individual y bronce en la contrarreloj por equipos. Había nacido una estrella que iba a trazar una carrera medida en torno a los mundiales y las grandes vueltas. De hecho, su forma de preparar todo el año en torno a ambas competiciones marcó una tendencia que continúa a día de hoy, y que en su momento también adoptó Miguel Indurain.

Antes de participar en su primer Tour, en 1984, en las filas del mítico Renault-Elf de Bernard Hinault y Laurent Fignon, LeMond ya se había hecho con su primer Mundial en ruta sénior. El escenario, Altenrhein (Suiza), donde dejó constancia de sus credenciales como corredor todoterreno. Su tercera posición en aquel Tour evidenció la rapidez con la que LeMond se hizo a la prueba más importante del mundo. Al año siguiente, no sólo subió un peldaño más en el cajón de la ronda francesa, sino que su debut en el Giro d’Italia se saldó con un brillante tercer puesto. Esa misma ronda marcó en rojo la evolución del ciclismo norteamericano con el debut de su compatriota Andrew Hampsten, que, con un meritorio vigésimo puesto y una victoria de etapa en la alta montaña, ya comenzaba a dar muestras de sus aptitudes como escalador. A partir de ahí, nada sería ya como antes.

El buen papel en el Giro propició ese mismo 1985 el fichaje de Hampsten por La Vie Claire, dónde llegó avalado por su compatriota. En el gran conjunto francés, los dos norteamericanos compartían formación con Bernard Hinault. El equipo estaba diseñado para que el Tejón sumara nuevos Tours a su imponente palmarés, sin embargo, en uno de los duelos más épicos que se recuerdan en la historia de la carrera francesa, LeMond le robó el primer puesto a su jefe de filas, mientras que el gregario Hampsten copaba la cuarta posición de la clasificación general. La victoria final de LeMond y su oro en el Mundial en ruta de ese mismo año ensombrecieron la actuación del de Ohio, que sólo un año después comprendió que su trayectoria no podía estar ligada a la del portento californiano. De repente, había nacido una rivalidad histórica.

© Graham Watson

A partir de su divorcio profesional, LeMond comenzó su peregrinaje por diferentes equipos en los que poder ejercer de cabeza de león. Todo lo contrario que Hampsten, eje sobre el que se rearmó el 7-Eleven —luego, Motorola—, y donde permaneció durante ocho temporadas. Sus diferentes duelos estaban marcados por dos estilos antagónicos a la hora de afrontar la carrera. El pundonor de Hampsten y sus habilidades en la montaña contra un frío y calculador rodador, experto en contrarrelojes. Salta a la vista el paralelismo con los estilos contrastados entre Perico Delgado y Miguel Induráin. Mientras que LeMond no transmitía asomo de empatía a través de su porte mecánico sobre la bicicleta, Hampsten era todo lo contrario: un tipo de raza genuinamente ciclista que derrochaba tesón, dueño de un estilo batallador que se hacía contagioso a todo aficionado de este deporte.

No hay mejor prueba de esta evidencia que su participación en el Giro d’Italia de 1988. Si LeMond había sido el primer norteamericano en ganar el Tour de Francia, Hampsten se convirtió en el primer yanqui en llevarse la Corsa Rosa y lo hizo con Erik Breukink, Jean François Bernard, Toni Rominger, Pedro Delgado, Franco Chioccioli y el mismo LeMond —que acabaría abandonando— como rivales de batallas épicas. Su victoria en la cima de Salvino y su escapada en el infierno helado de Gavia, protegido con un jersey de lana, lo auparon al imaginario del Giro como uno de sus ganadores más icónicos. Su demostración de fuerza y resistencia consiguió difuminar la estela de LeMond que, de todos modos, recobraría al año siguiente con fuerza inusitada. Su doblete Tour-Mundial en ruta de 1989 le sirvió para ser elegido deportista del año en su país, y así reforzar la pasión por un deporte con el que volvería a escribir una nueva página de oro, gracias al Tour ganado en 1990.

© Graham Watson

Aquel fogonazo final de LeMond coincidió con el tercer puesto de Hampsten en el Giro de 1989 y también con dos actuaciones discretas en el Tour de ese mismo año y de 1990. A lo largo de su carrera profesional, Hampsten siempre se adaptó mucho más al Giro que al Tour. Y mientras LeMond cerraba su carrera en clara decadencia, su némesis lo hacía con tres actuaciones entre los ocho primeros puestos de la ronda gala entre 1991 y 1993. Fueron años donde se habló más de Hampsten, hecho que tampoco podrá borrar jamás el apabullante currículum que LeMond certificó en sus dos carreras fetiche.

* Artículo originalmente publicado en VOLATA#19

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