El arte de mirar al pasado

¿Que por qué nos gusta tanto a los aficionados del ciclismo recordar glorias pasadas? Supongo que la pregunta llega porque yo lo suelo hacer a menudo. Recordar, digo, y luego escribir sobre ello. Esa es la opción buena. La otra (que sea... en fin... porque ya tengo una edad, y me salen canas en el flequillo, y me acuerdo de cuando la Vuelta era en abril) prefiero ni ponderarla.

Es cierto. Los de las bicis miramos mucho al ayer. Hay pocos deportes que vengan tan construidos en base a sus mitos como este. Veneración y respeto. Eso lo saben muy bien, por ejemplo, en Italia, donde han hecho de toda la parafernalia nostálgica una seña de identidad. A la vez, vehículo publicitario. Por eso, cada año el Giro d'Italia intercala imágenes en blanco y negro, y recuerdos a Coppi, y te cuentan otra vez la historia de Bartali recorriendo la Toscana en bici mientras salva vidas, y hablan de lo del Gavia, y no tienen reparo alguno para meter a los ciclistas por un arco romano o una plaza del Renacimiento, que allí todo eso sobra. Una delicia, mezcla calculada de sentimiento y estrategia promocional y deportiva.

Si lo pensamos bien tiene su lógica. Lo de mirar atrás, digo. Éramos más jóvenes, y en esos tiempos (cada cual los suyos) todos los sueños estaban por cumplirse. De pequeño, uno podía imaginarse que se vestía de amarillo en París, el de más allá alzaba brazos en ese velódromo de Roubaix imaginario... Hasta yo llegué a pensar que tenía posibilidades en una cronoescalada que organizaba mi club cicloturista todos los años. Puerto de tres kilómetros, media del 5%. Un coloso, ya ven. Luego, el día en cuestión me doblaron, porque el mundo es así de jodido e injusto. Me fui a casa y la decepción era tan grande que esa noche no iba a salir, pero me acabé liando. Cada cual tiene su destino, supongo. Así que eso, la nostalgia de nuestra juventud, es motor para que veamos todas las virtudes de aquellos tiempos.

Bahamontes La Volta a Catalunya 1954

Bahamontes durante el transcurso de la Volta a Catalunya de 1954 (© La Volta)

 

Claro que eso no explica cuando hablamos de Petit-Breton —un tipo fascinante—, o de Bahamontes —bueno, Bahamontes cree que siempre es buen momento para hablar de Bahamontes, así que está bien hablar de Bahamontes—, o de Charly Gaul, o de Vicente Trueba —seguro que algún excéntrico le habrá hasta dedicado un libro—. Sin embargo, tiene que haber algo más. La estética, por ejemplo. Esas carreteras descarnadas que ni de carreteras merecen nombre. Esos ciclistas pasando por muros que sostuvieron casas y ya nada sostienen en el Giro de 1946. El nacimiento del Infierno del Norte tras la Gran Guerra. Tipos agolpándose en las fuentes para coger agua antes que nadie. Barro y quebradas. Ramón Hoyos subiendo el Páramo de Letras en la Vuelta a Colombia de 1952 por una varga que los mismos coches se niegan a subir. Todo eso es bonito. Objetivamente. Deja imágenes clavadas en la retina de quien las ve. A medio camino entre la épica y el patetismo. Pathos en bici, Gustave Doré emborronando el Tour.

Sí, todo eso nos vale, sin duda. También la espectacularidad. Antes el ciclismo era más bonito. Es así, porque lo hemos podido ver nosotros mismos, porque cada día las carreras están más y más controladas, y del caos surge lo hermoso, y lo hermoso es lo que queda. O algo así. Supongo que cada generación es un poco más blandita comparada con las anteriores (o a ojos de las anteriores, mejor), y que eso es ley de vida. Si hasta Bahamontes decía que Merckx era un cobarde, y que atacaba cerca de meta, y que eso no es deporte ni es nada. Merckx, un mindundi.

Claro que decir que cualquier tiempo pasado fue mejor tiene truco. Las historias eran más jugosas, las etapas, más intensas; había espectáculo a mil kilómetros de meta, los favoritos dándose palos desde que el mundo es mundo. Pero... tampoco tanto. Que había más leña que ahora, puede ser cierto, pero lo más trascendente es lo otro. Lo otro: cuando tienes siglo y medio de ciclismo para escoger es fácil sacar un puñado de jornadas inolvidables. Es entonces cuando nos regodeamos en esos hechos obviando los demás y nos queda una narrativa de lo más chula.

¿Y los personajes? Cada cual con su gimmick particular: el agricultor, el intelectual, el guaperas, el inasequible al desaliento. Estaba la maglia nera, el piadoso, el comunista, quien siempre hace chistes, quien lleva vida poco monacal. Los conocemos uno a uno, con sus características, sus virtudes y defectos, dentro de un pelotón que cubre más de un siglo. ¿Cómo no encontrar ahí el material con el que construimos los sueños?. ¿Cómo no hacerlo? Hoy todos parecen un poco iguales, con sus cascos idénticos, maillots parecidos, gesto serio, gafas de sol. Hoy todo es más profesional, y profesional es lo contrario a amateur, y amateur es sinónimo de jugar. Y si no se juega no puedes enganchar al niño que todos llevamos dentro.

 

Más cosas. Siempre hay más cosas. La realidad creada a partir de diferentes realidades que se ficcionan. O mentiras, vaya. Gadamer en bici. Ese reconocimiento de que gran parte de nuestro pasado común, incluso el aceptado por todos, se basa en relatos indemostrables, en suposiciones, en crónicas que tienen más literatura que periodismo, como si no fueran ambas la misma cosa. Durante décadas a este bendito deporte lo contaban reporteros que, con suerte, veían pasar a los ciclistas en dos o tres puntos del recorrido. Y el resto lo iban entrelazando a partir de dimes, diretes, declaraciones, una clasificación oficial por aquí, un rumor malintencionado por allá.

No pasa nada por reconocerlo, amigos, no nos hace peores, solo más realistas (nosotros, los de las bicis, que de realistas tenemos tan poco). Piensen, además, que por ahí paseaban plumas de primera. Montanelli, por ejemplo. O Blondin. Hasta Gabriel García Márquez. Cómo no perdonar ciertos excesos. Pero si es que hasta algunos los conocemos y seguimos repitiendo la falacia sin sonrojarnos, temporada tras temporada. Lo del primer Tourmalet, por ejemplo, con Steinès marchando poco menos que a la guerra (tampoco era para tanto el asunto). Los propios forçats de Londres, (casi) todo chanzas de los Pélissier a aquel tipo que no sabía nada sobre velocípedos (hay que joderse, tú vienes del penal de Cayena, que es el puto infierno, y te van a vacilar unos parisinos en pantalón corto). Detallitos aquí y allá. Qué importa, los rememoramos porque forman parte de la gran novela que es el ciclismo. Y, como mucho, si nos ponemos exquisitos, alguno señala que quizá estén “solamente” basados en hechos reales, como los telefilmes del domingo. Una delicia, una construcción de la realidad sobre la realidad misma. Cómo no amarlo...

Segundo apunte. Lo que decíamos más arriba sobre la vestimenta, la estética, los maillots... Zapatillas negras, calcetines blancos, coulotte negro, maillot elegante. Eso es un ciclista clásico, coño, eso es una estampa para recordar. Molteni, Bic, Peugeot, Salvarini, La Casera, Kas. Es que ni punto de comparación con los de ahora. Luego había otros igual de bonitos que, además, te proporcionaban cierto aire canalla, como Cinzano, por ejemplo, o Licor Karpy, Buckler —bueno, este era bastante feo—, Licor 43 —me estremezco solo de pensarlo—. En fin, que los World Tour de ahora no tienen nada que hacer con su uniformidad, sus degradados y sus calcetines de rombos. Nada de nada. Amemos el ciclismo de antes.

Me queda otra razón. ¿Que por qué nos gusta tanto evocar el pasado cuando hablamos de bicis?, me preguntan los amigos de VOLATA. Hay muchos motivos. El definitivo: me lo paso genial escribiendo de estas cosas.

*Artículo publicado originalmente en VOLATA#24 y en Rouleur Italia 001

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