En la cima de las montañas somos felices - En modo Flecha

En la cima de las montañas somos felices - En modo Flecha

Más allá de la relación amor-odio que podamos tener con la bicicleta, lo cierto es que nuestro destino como ciclistas parece estar escrito en las montañas, ¿estáis de acuerdo?

Fotos: Juan Antonio Flecha Texto: Juan Antonio Flecha

Mis inicios como ciclista fueron ajenos a los desniveles, porcentajes, altitud y demás conceptos que terminarían siendo familiares a lo largo de los años. Un freno delantero, un plato y un piñón libre eran suficientes para recorrer los poco más de 20 kilómetros de la vuelta a la circunvalación de mi Junín natal, en Argentina.

Allí, las lagunas bonaerenses son el único entretenimiento en la planicie del paisaje pampeano y, rodando tan lejos del mínimo desnivel, uno pierde interés por la existencia de las montañas. En ese entorno el ciclismo se reduce a dar vueltas en la ruta y esperar a que un camión cargado de ganado te adelante para poder aprovecharte de su rebufo. Fue así cómo, tras su estela, experimenté mi primer subidón de adrenalina.

Las montañas, paradójicamente a la tranquilidad que inspiran, son también grandes generadores de esta sustancia. Como ciclistas es probable que también hayáis sentido sus efectos observando la carretera por la que subisteis una vez coronado un puerto o por haber superado las diferentes adversidades de la propia subida. Allí arriba somos felices.

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Un mundo de emociones

Con once años ya había experimentado ser huérfano de padre y el desarraigo, pero también a esa edad descubrí las montañas desde la óptica ciclista. Fue en el primer trayecto entre el aeropuerto de Barcelona y Sitges, recién cruzado el charco desde Buenos Aires. Desde la ventanilla trasera del taxi observaba cómo la carretera se enfilaba entre el Mediterráneo y el macizo del Garraf. Me preguntaba si lanzando una piedra desde esos acantilados sería capaz de oír su choque con el mar. Tendría que crecer para experimentarlo pero en ese instante nació mi reto de, así que cumpliera unos cuantos años más y fuera adolescente, salir en bici por esa carretera. Con tan solo pensarlo, esas montañas ya estaban generándome felicidad.

Años más tarde, en plena plenitud como ciclista profesional, acompañé a Isaac Vilalta —ahora redactor jefe de VOLATA— en un encuentro con Miquel Poblet para un magazine de Catalunya Ràdio previo al Tour de Francia. En su casa de Montcada i Reixac, Poblet se mostraba enérgico y lleno de recuerdos. A sus ochenta años era capaz de transmitir ilusión y hacerte soñar entre maillots del Ignis, la galardonada fotografía pidiendo auxilio a mano alzada en el Giro de 1958—obra de Paco Alguersuari—, el primer maillot amarillo español en el Tour, o su maglia rosa del Giro. Su ciclismo no era tan distinto al de ahora; hablaba sobre sus entrenamientos previos a la Classicissima, que ganó en dos ocasiones, en los que simulaba las subidas y bajadas finales de San Remo en las Costas del Garraf. Poblet no destacó precisamente por su habilidad como escalador, pero conocía la importancia de superar la montaña para crecer como ciclista.

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Un estrato superior

Más allá de la competición, la montaña también entraña belleza, mística y magia cuando la observamos. Eso deberían pensar los hermanos Gus y Lachlan Morton antes de emprender su viaje hasta el Uluru, en Australia, enmarcado en el proyecto Thereabouts. En el primero de los documentales, los hermanos recorren 2.500 kilómetros por el desierto hasta llegar a los pies del enorme monolito arenisco ubicado en el centro del país oceánico. En esa reconexión con el simple placer por rodar en bicicleta, el reto consiste en llegar a los pies de un lugar sagrado donde recientemente se ha prohibido su escalada.

Aquella pieza audiovisual, que se estrenó meses más tarde de poner fin a mi carrera profesional, cambió mi perspectiva respecto al ciclismo y sus montañas o, al menos, lo hizo siendo yo consciente de ello. Quizá le diera carpetazo al mero rendimiento subiendo el Haleakala durante unos días sin viento ni olas en la isla de Maui. Tras semanas dándole la espalda al emblemático volcán hawaiano, me aventuré a subirlo en mi Bianchi de acero, sin casco y con los pies embutidos en las Sidi que ya distaban mucho de ser a medida. Aquel día ascendí a lo más alto que jamás había hecho en bicicleta, por lo que, en cierta manera, cerraba el círculo abierto con mi primer trayecto en taxi por las costas del Garraf cuando todavía era un niño.

Hoy en día disfruto de las montañas en bicicleta sin abusar pero dejando que me seduzcan.

Junto a VOLATA emprendemos, con este artículo, "En modo Flecha", una nueva aventura en la que estáis invitados a disfrutar tanto en formato escrito como audiovisual a través de los videos que podréis ver en los canales de VOLATA y sus redes sociales. 

* Artículo originalmente publicado en el número VOLATA#29

Fotos: Juan Antonio Flecha Texto: Juan Antonio Flecha

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