La guerra sin fin: Bélgica contra Italia

La guerra sin fin: Bélgica contra Italia

Dos estilos confrontados. Dos maneras de ver el ciclismo. Historia de una rivalidad singular que ha dominado gran parte de los Campeonatos del Mundo de ciclismo en ruta, especialmente hasta la década de los noventa. Una batalla con un único objetivo: el maillot arcoíris.

Bélgica Campeonatos del Mundo ciclismo Italia Maillot arcoíris Texto: Marcos Blanco Gendre Volata 16

El jugo de todo deporte siempre estará ligado a choques de estilo que, en el caso del Mundial de ciclismo en ruta masculino, se ha perpetuado en una guerra sin igual entre los solistas belgas y la Italia de brega y estrategia. Ochenta y cuatro años de duelos que suman cuarenta y cinco medallas de oro entre ambos. Eso es más de la mitad del medallero: veintiséis para Bélgica y diecinueve para los transalpinos. 

Son capítulos grabados en la memoria de una afición como la asistente, en 1996, al feliz treinta y un cumpleaños de Johan Museeuw, sobre la carretera de Lugano, ciudad siempre recordada por la exhibición con la que un veterano Fausto Coppi fundió a Germain Derycke en 1953, otro producto de la gran fábrica de rodadores belgas, de la estirpe del bicampeón Briek Schotte y Marcel Kint.

En aquella postrera hazaña, il Campionissimo simbolizó el optimismo surgido del milagro económico italiano, tras la depresión acarreada por la Segunda Guerra Mundial, con su victoria demarrando para dejar atrás a Derycke en la penúltima vuelta. Envalentonado en una progresión infernal, en apenas 20 kilómetros le sacó 6 minutos de ventaja. Derycke fue plata, y el aguerrido rodador belga Stan Ockers se hizo con el bronce tras apear al italiano Michele Gismondi a la cuarta plaza.

Trescientas mil personas acudieron a la frontera italo-suiza para rendir pleitesía a Coppi, que cuatro años antes había tenido que conformarse con el bronce ante el empuje endemoniado del gran Rik Van Steenbergen. Fue un duelo a muerte en un esprint a tres, donde no faltó el suizo Ferdi Kübler, el águila de Adliswil , que auguraba lo que acontecería en 1996, al colarse en una batalla a tumba abierta entre la estudiada táctica del equipo azzurro y los versos libres flamencos.

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Estos dos estilos siguieron confrontados aún en la siguiente generación, como en la carrera celebrada en la ciudad italiana de Ímola, en 1968. Aquella fue una jornada destinada a romper con la supremacía flamenca que los dos Rik —Van Looy y Van Steenbergen—, Stan Ockers, Benoni Beheyt y Eddy Merckx habían cimentado y afianzado tras la victoria de Fausto Coppi en 1953. En total, catorce años de depresión neorrealista con únicamente un triunfo italiano, el de Ercole Baldini en 1958, por siete de los belgas. 

El fin no podía ser otro: recuperar el espíritu combativo del tricampeón Alfredo Binda, que había inaugurado las afrentas italo-belgas con sus duelos contra el especialista Georges Ronsse, desde los inicios del Mundial, en 1927. Así, con el orgullo herido, el subcampeón mundial de 1964, Vittorio Adorni, fue el encargado de comandar un pleno casi en su totalidad italiano para los seis primeros puestos. La excepto fue la intromisión en la plata de Van Springel, que se coló en el cuadro final como una estampa imaginada por el maestro de la pintura flamenca, Jan Van Eyck.

El corredor belga Rik van Looy disfrutó del maillot arcoíris durante las temporadas 1961 y 1962. En la imagen, en el Tour de Francia / Fotografía: Nationaal Dutch Archive

Durante las siguientes ediciones, se equilibraron los triunfos. El fin de la era Van Looy, campeón en 1960 y 1961, dejó paso a la de su gran admirador, Freddy Maertens, enemigo público número uno de el Caníbal y cuyos escarceos sentimentales con Ornella Muti, comidilla de la prensa rosa italiana, reforzaban aún más su imagen de rebelde. Amigo personal de los miembros de Pink Floyd, Maertens fue la primera estrella rock del ciclismo. Reforzaba esta imagen su aire desprendido, con porte a lo secundario de Zabriskie Point, la película hippie de Michelangelo Antonioni, y su incorregible ego fuera de las dos ruedas.

Más allá de su dictadura en los Mundiales, los triunfos belgas se multiplicaban también sobre el asfalto de las clásicas italianas. Entre 1970 y 1981, los titulares de La Gazzetta dello Sport eran invadidos por los repetidos triunfos de Merckx y Roger de Vlaeminck, el Gitano, en carreras como la Classicissima o, peor aún, en otro terreno vetado en el pasado: el Giro d'Italia. Pero, lejos de hundirse ante la genial camada belga, Italia se contagió del optimismo inducido por la subida al poder del anciano Alessandro Pertini, más conocido por su acalorada celebración en la consecución del Mundial de España’82 en el palco del Santiago Bernabeu que por su intensa lucha contra Mussolini y el terrorismo en su país.

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Bajo tan entrañable aura, se estaba gestando una remesa sin igual de rodadores que parecían nacidos para disfrazar de optimismo el crudo grado de violencia vivido en los años de plomo, que asolaron al país entonces. Fue así como los triunfos mundialistas de Felice Gimondi y Marino Basso dieron paso a los de finos estilistas como Francesco Moser, Giussepe Saronni y Moreno Argentin. Italia vivía sus años de esplendor en las pruebas de un día, pero los belgas seguían manteniendo la supremacía en los circuitos rompepiernas.

Durante los años de la década de los setenta y ochenta, las contiendas en el Mundial se mantuvieron. Solo la Holanda concebida en torno al mítico equipo Ti-Raleigh —en su momento, casa de los Knetemann, Raas y Zoetemelk— pudo inmiscuirse en un reinado bicéfalo, magnificado por el esprint final a cara de perro de 1971 entre Merckx y su Poulidor particular, Gimondi. Cinco años después, fue Maertens quien se impuso en la carrera con más nivel que se recuerda en historia de los Mundiales. Con decir que Tino Conti era el nombre con menos lustre entre los ocho primeros clasificados, es más que suficiente.  Precisamente, fue el italiano quien se hizo con el bronce, por delante de Zoetemelk. 

El belga Freddy Maertens salió victorioso de la enfrenta contra Italia en el Mundial de 1976, donde Moser y Conti consiguieron la medalla de plata y bronce respectivamente / Fotografía: Presse Sports

Por el oro y la plata, fue Maertens quien esculpió una oda a la volata, fulminando a Moser en la llegada. Su otra victoria, en 1981, también se cobró una víctima transalpina, Saronni. En un esprint masivo donde tres de los integrantes eran belgas y dos italianos, se colaron entre los siete primeros. Solo tres años después, Claude Criquielion se aprovechaba del despiste de Claudio Corti que, tras el permiso de su jefe de filas, Moreno Argentin, para volar libre, estaba convencido de que iría primero hasta la última vuelta. 

A pesar de su desesperado esfuerzo en los kilómetros finales del trazado barcelonés, el belga llegó con 14 segundos de ventaja a la línea de meta. Sin embargo, en aquellos años, el ciclismo dejó de ser el menú principal de Bélgica: el adiós de Merckx coincidió con la época de máximo apogeo balompédico con el segundo puesto de la selección en la Eurocopa de 1980, el cuarto en el Mundial de México'86 y los triunfos de clubes como el Brujas y el Anderlecht.

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La eterna fustigación de las atrocidades cometidas por Leopoldo II al frente del imperialismo belga era una herida aún abierta en la historia de un país que, en plena fase de gestación de la Comunidad Europea, tenía en Bruselas el eje de la futura Europa unida. Los cambios hacia esa nueva Europa llegaron con la retirada del Gitano y la progresiva decadencia de Maertens. Bajas de efecto devastador para un equipo que, de 1985 a 1989, perdió el control del mundial, mientras los italianos sumaban hasta cinco medallas, entre ellos, los dos oros de Moreno Argentin y Maurizio Fondriest.

De los años noventa en adelante, la globalización del pelotón ha abierto fisuras en la dictadura marcada por dobles campeones mundiales como Gianni Bugno y Paolo Bettini, últimos héroes de Italia que, en sus últimas nueve participaciones, no ha logrado ni un solo metal. Este vacío lo ha podido subsanar Bélgica mediante el oro que Philippe Gilbert consiguió sobre el asfalto de Valkeburg, en 2012; y el bronce de Tom Boonen, logrado en 2016, once años después de su mundial cosechado en Madrid. Son los últimos coletazos de un enfrentamiento tan añorado como los estribillos a sangre en boca de Jacques Brel y el arrojo popular de Lucio Battisti.

*Artículo escrito con anterioridad a las platas cosechadas por Matteo Trentin (Italia) en 2019 y Wout van Aert (Bélgica) en 2020.

*Texto originalmente publicado en #VOLATA16, dedicado a los ecos del mundial y el maillot arcoíris.
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